Chicos o grandes, regionales o migrantes, hombres o mujeres- parece no haber restricciones cuando se trata de abordar a un extranjero. Especialmente a una extranjera alta, rubia y de huesos anchos. Estando fuera, me han tocado el brazo u otras partes de mi cuerpo, me han revuelto el cabello, agarrado mi ropa y la gente me ha gritado “Hello” más veces de las que puedo contar. He parado el tráfico, literalmente. Al estar parada en una esquina esperando para cruzar, con frecuencia en semáforos, se bajan las ventanas y me dirigen miradas con la mandíbula hasta el piso, lo cual resulta en bocinazos enojados de los vehículos detrás del mirón... hasta que obtienen parte de lo que están mirando. Sé que no soy una belleza despampanante, tampoco destaco en apariencia, salvo por mi altura de 1.82, pero soy tratada como una combinación de realeza, reina de belleza o el monstruo del día. Algunos días estoy acostumbrada a ello y no le presto atención, otros días no es menos que fastidioso.