Por la mañana, en la puerta trasera de la iglesia de San Lorenzo, una calle tranquila y elegante, en las lámparas que jalonan esta calle cuelgan sendas cestas de flores, violetas y rosadas, que abren sus pétalos serenamente al aire fresco. Desde lejos, se aproxima una carretilla tirada por dos tipos: uno sostiene la carretilla con el agua, mientras el otro toma agua con un cazo muy largo para regar las flores. Sin darme cuenta, me sentí emocionada al contemplar algo tan sencillo y primitivo.
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