Lo cierto es que la China de la reforma, lejos de ser un país sometido a la “tiránica” voluntad de las potencias extranjeras, fue y es un país con capacidad para controlar el cuándo, el cómo y el dónde de su apertura al exterior, y donde el gobierno siempre ha sujetado orgullosamente las riendas en la definición del modelo económico a seguir. Por eso, las críticas a las empresas extranjeras sobre la forma en que tratan a sus empleados, aunque justificadas, no son por ello menos tendenciosas. Porque es fundamentalmente el estado el que tiene el deber garantizar el bienestar de sus ciudadanos y de legislar para proteger a los trabajadores y exigir a las empresas que cumplan con sus obligaciones.
Hace ya bastante tiempo que algunos analistas chinos exigen un cambio en el modelo de desarrollo del país, priorizando la calidad de los productos frente a su coste, propiciando la consolidación de marcas de prestigio y aumentando los salarios para incentivar el consumo interno, de forma que China pase de ser la “gran fábrica” del mundo a convertirse en el “gran mercado” del mundo.
Por eso, a pesar de que la preocupación por la posible pérdida de competitividad de China frente a otros mercados es natural en un momento en que el modelo de desarrollo del país aún se basa en la reducción de los costes de producción, la senda a seguir parece hoy cada vez más clara si China quiere seguir manteniendo en las próximas décadas su condición de súper potencia. El reciente anuncio de Foxconn de que evaluará el traslado de sus fábricas a Taiwán no es más que una primera señal de que el antiguo modelo un día u otro se acabará por agotar, y que lo mejor es que China empiece desde ahora mismo a planear su cambio de estrategia.