Por Nuria Cimini (SPANISH.CHINA.ORG.CN)-En pasado mes de septiembre de 2009, un estudio publicado por el profesor de la Universidad de Beijing Lian Si popularizó en todo el país el concepto de la “tribu de hormigas”, en referencia a las nuevas generaciones de jóvenes graduados universitarios chinos que, persiguiendo su sueño de disfrutar de una vida burguesa, malviven durante años en el extrarradio de las grandes ciudades como Beijing o Shanghai a la caza y captura de una oportunidad que les abra las puertas de éxito.
Las hormigas de Lian Si, nacidas en la década de los ochenta y en su mayoría provenientes del medio rural, suelen ser graduados de universidades de segunda o tercera categoría que, como consecuencia de las políticas de expansión de la educación superior impulsadas por el gobierno en la década de los noventa, accedieron de forma masiva a la universidad para encontrarse una vez acabados sus estudios que no había trabajo suficiente para emplearlos a todos en las condiciones esperadas.
Las medidas para facilitar el acceso de los jóvenes chinos a las universidades empezaron a aplicarse en 1998, y con ellas el número de graduados universitarios se incrementó desde una selecta minoría hasta un 21% en unos pocos años. Sin embargo, el mercado laboral de un país que hasta ahora se ha dedicado básicamente a la producción de bajo coste no fue capaz, por el contrario, de absorber adecuadamente a esa teóricamente mejor preparada mano de obra, que esperaba recibir también mejores salarios y condiciones laborales como compensación por los años dedicados al estudio.
Como consecuencia de la feroz competencia que se ha derivado de esta situación, estos jóvenes se ven en la mayoría de los casos forzados a aceptar trabajos mal remunerados, inestables, que no se corresponden con su cualificación, con jornadas larguísimas y en muchos casos sin contratos que les garanticen el acceso a los servicios sociales, así como a vivir en pisos compartidos de rentas bajas en los extrarradios de la ciudad que comportan por otro lado desplazamientos de entre una y dos horas hasta su lugar de trabajo.
Desde luego esta situación no parece precisamente halagüeña, y las esforzadas hormigas llaman a muchos a compasión. Son, en efecto, víctimas de ciertos factores estructurales que en gran medida escapan a su control, entre ellos el desarrollo a marchas forzadas, la falta de planificación política, las diferencias de clase, las desigualdades entre el campo y la ciudad, o la falta de calidad de la enseñanza universitaria china. Pero, en mi opinión, son también en gran parte víctimas de sí mismas: de su propio materialismo y de su rendirse a la implacable lógica consumista que impera en la sociedad y que contribuyen a alimentar, de la instrumentalización que hacen del conocimiento, y de su preocupante carencia de intereses reales, valores e ideales.
No negaré que las demandas de las hormigas son legítimas, ni tampoco que todo el mundo aspira naturalmente a tener una vida mejor. No negaré tampoco que la situación que padecen sea injusta ni que haya algo aquí que ha funcionado definitivamente mal. Sin embargo, no puedo alejar de mí la impresión, cada vez que me encuentro con una de ellas, de que hay algo en la propia hormiga que también está definitivamente mal.
Dicen que uno de los motivos por los que se compara a estos jóvenes graduados con las hormigas es precisamente que comparten su inteligencia. Pero, exactamente ¿de qué tipo de inteligencia hablamos? Las muy formadas hormigas parecen no ser capaces de entender muy bien el porqué de su situación, simplemente han respondido al sistema tal y como se esperaba de ellas, sin darse cuenta de que en su mayoría nunca obtendrán del sistema lo que éste les había prometido a cambio. En cambio, siguen esperando, víctimas de un encantamiento extraño que consiste en hacerles creer que el éxito es algo que a pesar de todo no puede serles negado, alentadas a la postre por la costumbre de que, en su condición de hijos favoritos, siempre se les ha dado todo lo que han deseado.
En esta especie de nueva América que es la China actual, esta nueva tierra de las oportunidades del siglo XXI donde todo es posible y muchos se convierten en millonarios en un abrir y cerrar de ojos, el modelo a seguir es siempre el del hombre de éxito. Se venera el dinero y se admira a los que lo tienen por encima de todo, mientras que otros valores que al menos a mí se me antojan más sanos y razonables suelen quedar en papel mojado. La presión que ejerce la sociedad sobre sus jóvenes para que “triunfen” es extrema, haciéndoles sentirse como auténticos fracasados cuando no consiguen cumplir las expectativas, llevándoles a sacrificios muchas veces sin fruto y conduciendo incluso a muchos a soluciones extremas como el abandono de sus familias o el suicidio.
El fenómeno, desde luego, llama a reflexión no sólo a los expertos, sino a la sociedad en su conjunto y también a la clase política del país. En mi caso, antes de conocer de la existencia de este libro, curiosamente había reflexionado sobre la cuestión precisamente desde un ángulo opuesto, debido, me imagino, a que desde hace tiempo vengo observando con gran interés la existencia de determinados jóvenes que, partiendo de unas condiciones muy similares a las de las hormigas, han optado por llevar un estilo de vida completamente diferente.
Tienen aproximadamente la misma edad, han estudiado en las mismas universidades y sobre ellos pesan las mismas expectativas. Pero, sin embargo, estos otros jóvenes contemplan con escepticismo, con un marcado cinismo incluso, cómo se despliega ante sus ojos el milagro mil veces recreado de la ascensión social china, conscientes de que la sociedad, en una carrera furiosa hacia el desarrollo económico, les ha dejado hace ya mucho tiempo de lado. Claramente desencantados al comprobar cuán grande es la brecha que se abre entre sus posibilidades reales y esa nueva exigencia social del “triunfa o muere”, estos jóvenes han optado, como muchos jóvenes occidentales hicieron en su momento, por hacer oídos sordos a lo que se espera de ellos e intentar vivir lo mejor que pueden a su manera, sin que nadie, a mi parecer, pueda reprochárselo.
Estos otros jóvenes, desdeñosos de la tiranía del omnipresente consumo, prefieren vivir pobremente, vivir con lo justo e incluso de prestado, antes que entrar en el círculo vicioso de un progreso material que les pide mucho y les da muy poco. Han decidido, simplemente, que no necesitan tener un coche, ni una casa, ni siquiera unos pantalones nuevos, si a cambio se les obliga a desperdiciar sus vidas en un trabajo anodino, mal pagado y sin futuro que no les permite ni el disfrute de la vida ni la realización personal.
Las hormigas también viven pobremente, es cierto, pero se mortifican por ello, y aceptan más o menos dócilmente su condición de hormigas mientras esperan ansiosas el día en que la fortuna les permita alejarse de sus maltrechos apartamentos. Estos otros jóvenes, sin embargo, parecen haber evaluado la situación y haber tomado una decisión en consecuencia. Es como si, llamadas a convertirse en hormigas, hubieran preferido ser abejas. Digámoslo así, prefieren pasar ciertas penalidades en el hueco de un árbol donde a la vez disfrutan de aire fresco, posibilidades de explorar y una mejor vista, que excavar durante años para, tan sólo quizás, encontrar la salida de un oscuro hormiguero.
Estas, llamémoslas entonces, abejas, también laboriosas e inteligentes, son además más audaces, se atreven a volar por su cuenta y ven más allá de lo que las hormigas son capaces de ver. Salen adelante gracias a trabajos eventuales que les proporcionan lo que necesitan sin que sus caras reflejen ese inquieto temor de las hormigas a perder el tren de las oportunidades en el que todos parecen querer tener un lugar (ya no diré siquiera un asiento) asegurado. Son capaces de vivir en condiciones humildes sin que eso parezca amargarles la existencia, y sus hogares son siempre lugares llenos de vida, de amigos, de ideas, de música, de películas y de libros, siendo sin duda el interés por lo que estas cosas tienen que ofrecer un importante denominador común a todas ellas.
En el terreno amoroso, aunque la mayoría de las abejas no están casadas, esto se debe a una forma distinta de concebir el sexo, el amor y el matrimonio, y no a los posibles impedimentos económicos. Simplemente, no se quieren casar, o al menos no tan pronto, y se relacionan con sus compañeros del otro sexo con mayor naturalidad. A diferencia de las hormigas, siempre temerosas de no estar a la altura de los requerimientos de su eventual pareja y normalmente reticentes, por lo tanto, a entablar una relación, las abejas sí que comparten habitualmente su vida, buscando para ello a personas que, como ellas, no ponen en primer lugar lo que la relación puede aportarles en términos de ingresos o posición social.
Por mi parte, creo que tanto hormigas como abejas constituyen reacciones diferentes a los cambios que sufre la sociedad china en la actualidad. Mi impresión es que las conservadoras hormigas han optado por responder afanosamente a las nuevas exigencias del sistema sin intentar modificarlo, y la suya es, por lo tanto, una solución esencialmente continuista al cambio. Por el contrario, a las abejas esos cambios sociales de los últimos años parece haberles empujado a cuestionar lo que la sociedad les enseña y a una redefinición de sus propios valores.
Aunque está claro que las abejas también tienen también sus puntos débiles y que su situación de futuro es incierta, su elección merece ser elogiada, al menos si cabe por lo que tiene de valiente. Son personas que, sin tener casi nada, paradójicamente avanzan y hacen avanzar al país hacia la auténtica “modernidad”, la que no tiene nada que ver con los edificios de veinte plantas ni las amplias carreteras, sino la que se encuentra dentro de la cabeza de las personas que los habitan.
Por eso, ellos constituyen, a mi parecer, la auténtica generación del cambio, que nada contracorriente en uno de los ríos más caudalosos del mundo. Son voces individualistas, corrosivas, peligrosamente hedonistas también, y no se sabe hasta qué punto producto del idealismo o de la impotencia, que a la vez poseen la suficiente conciencia de la realidad y ese “tener los pies en el suelo” que imprime en cualquiera el hecho de no tener, como decíamos antes en España, literalmente “ni un duro”.
A los que temen que las hormigas, el día que se rebelen en manada contra su situación, supongan un peligro para la estabilidad de la sociedad china, les diré que para que las reivindicaciones de un colectivo lleguen a amenazar la estabilidad de un país hace falta que el colectivo en cuestión tenga algo más en el punto de mira que conseguir un coche y una casa de propiedad. Porque, en el hipotético caso de que las hormigas tuvieran finalmente que ponerse a protestar, sólo resultarían peligrosas si el estado no fuera capaz de darles lo que piden, y la verdad es que no parece que los coches y las casas supusieran el pago de un precio tan alto si la situación realmente lo llegara a exigir, en particular porque este no es un colectivo tan numeroso como, por ejemplo, lo es el campesinado.
¿Pero qué puede dar el estado a unos jóvenes cuya posición en la sociedad les impide seguir con tanta naturalidad las reglas impuestas? El estado chino creyó que la extensión de una clase burguesa actuaría como un mullido colchón para amortiguar cualquier choque en una sociedad cada vez más rica pero también cada vez más desigual. Probablemente, a grandes rasgos, sea una buena solución a muchos problemas. Sin embargo, quizá el estado no se ha dado cuenta de que en todas partes la burguesía, además de producir individuos acomodados y satisfechos con su entorno, produce también, inexorablemente, inconformistas, rebeldes, seres exigentes e inquietos.
Y es que imprevisiblemente, junto con su colonia de ordenadas hormigas, China también vio nacer en los años ochenta una nueva, díscola y sugestiva pandilla de “enfants terribles”.