Por Nuria Cimini
Cuando uno se pasea por las calles de las cosmopolitas ciudades occidentales, puede tener la seguridad de encontrarse con gente que luce los atuendos y peinados más variopintos. Los estilos y sus variaciones son infinitos, y esa moda viva de la calle de algún modo ayuda a definir el carácter de una ciudad, trascendiendo lo que es la moda en sí.
La razón es que la moda, más allá de las pasarelas, es un elemento con una fuerte carga simbólica, del cual puede extraerse una gran cantidad de información. Unido a otros factores como la manera de hablar o de caminar, configuran un código que puede ser leído fácilmente, casi inconscientemente, por personas que comparten unos referentes culturales y sociales comunes. De esta forma, y a veces con sorprendente exactitud, uno puede adivinar por un corte de pelo, el modelo de unas gafas, o una determinada forma de colgarse el bolso del hombro si la persona que tenemos delante vive en uno u otro barrio de la ciudad, si tiene uno u otro nivel de estudios, qué tipo de trabajo hace o cuáles son sus gustos y aficiones personales.
Los individuos interpretan la realidad a su alrededor a través de estos sutiles detalles, y al mismo tiempo se sirven de ellos como medio de expresión. Así, la moda es a la vez una forma de reconocimiento y una expresión de la identidad de un individuo, de un grupo social, de una época, de un lugar. Todo ello convierte a la moda en un mecanismo de comunicación altamente efectivo, en un intercambio de mensajes con los que se puede expresar pertenencia, rechazo, rebeldía, rivalidad, estatus, y un sinfín estados y situaciones que definen las relaciones entre los individuos.
Ahora bien, ¿qué sucede cuando uno carece de los referentes socioculturales necesarios para decodificar toda esta información? ¿Qué ocurre, por ejemplo, cuando uno viaja a un país en el cual las connotaciones de llevar un determinado tipo de blusa parecen ser completamente diferentes a las que el hecho tendría en nuestro propio país? Sin duda alguna, como es propio de todo choque cultural, en un primer momento surgirán confusiones y malos entendidos, pero, al mismo tiempo, se iniciará un proceso de aprendizaje de ese nuevo contexto que lentamente nos puede llevar a descifrar el misterio y movernos en él con cierta naturalidad.
Muchas cosas me sorprendieron de la indumentaria de la gente cuando llegué por primera vez a China: los paraguas abiertos en los días soleados protegiendo la blancura de la piel de las chicas, las uñas kilométricas y las permanentes de algunos hombres, las camisetas gemelas de las parejas o los incómodos bañadores con falda incorporada. Además, el extendido uso de algunas prendas, como las chaquetas acolchadas que se han convertido en seña de identidad de los jóvenes de clase social baja del extrarradio de las grandes ciudades en mi país, se me antojaba ciertamente desconcertante, y tampoco alcanzaba a comprender con exactitud el significado de llevar una gorra con la insignia de la estrella comunista, una falda que yo calificaría de horroroso tutú, o la camiseta arremangada por encima de las tetillas.
Los chicos que llevan el pelo largo ¿son aquí también unos rebeldes? ¿Qué implica exactamente esa moda de llevar grandes gafas sin cristales surgida el último año entre los adolescentes chinos? ¿Reprendería a estas alturas una madre a su hija si ésta decidiera no vestirse de rojo tradicional el día de su boda? Y, ya que sigo creyendo que lo del tutú no tiene excusa ninguna, ¿en qué casos el susodicho atuendo no es más que una clara demostración de mal gusto?
Lo cierto es que en el caso de China la cosa realmente se complica, ya que, a los últimos vestigios de la moda tradicional, se suman los aún tan presentes de la época comunista, y, para rematar, nos encontramos con la adopción de unos u otros estilos y prendas propios de la moda occidental, sobre los cuáles se desconoce la variación de significado y uso tras su introducción en el nuevo continente. Esta amalgama de elementos puede llegar a dejar al extranjero que en el presente se adentra en China más desconcertado si cabe de lo que en el pasado lo podían llegar a desconcertar las largas trenzas y túnicas ribeteadas que vestían los oficiales de la dinastía Qing.
En cualquier caso, quizá por la vaguedad de las pistas que me proporciona mi condición de extranjera y de manera similar a cómo la publicidad china me resulta menos agresiva que la de mi país, siento que en China la importante cuestión de cómo va una vestida resulta menos restrictiva que en Europa. Hay aquí una sensación de libertad, una ligereza y atrevimiento a la hora de seleccionar el vestuario, que hace que una se permita prendas que en cualquier otro caso estarían terminantemente prohibidas en su armario. Vaporosos vestidos floreados, zapatos con adornos dorados y graciosos gorros con pompón no son aceptables desde ningún punto de vista en las calles de mi ciudad natal, so pena de ser escrutada desdeñosamente de arriba abajo en busca de una pista del porqué de tan deplorable atuendo.
Quizá los lectores chinos, que ven con naturalidad el uso de las mencionadas prendas, no comprendan el porqué de tanto miramiento, pero el caso es que existe en nuestros países una larga tradición del buen vestir que condiciona la forma en que nos miramos los unos a los otros desde hace siglos. Los antiguos tratados sobre el vestido, sustituidos hoy en día por los dictámenes de revistas y personajes varios, no son sino ejemplos de esta pesada herencia que define, junto con las grandes tendencias de la moda mundial, una serie de estereotipos y rigideces en el vestir que resultan en ocasiones realmente contraproducentes en el plano de la vida diaria, hasta rayar en la intolerancia. Hasta el punto que uno empieza a plantearse si esa festejada tradición occidental en lo que a la moda se refiere es un don del cielo o una auténtica lacra.
Opiniones habrá para todos los gustos, pero en cualquier caso, después de leer este artículo, quizá empiecen a mirar de forma diferente a su alrededor, y descubran en sí mismos y en los que les rodean algunas curiosas miradas que antes les pasaban desapercibidas. No desperdicien esa ingente cantidad de información contenida en un zapato, en un mechón de pelo sobre la frente o en un bolso falso de Gucci, pero, por favor, no dejen de ser siempre algo benévolos y recuerden que ustedes están siendo observados también.