Por Manuel Pavón Belizón
Recientemente, el caso de la ejecución de Akmal Shaikh, un británico acusado de un delito de tráfico de drogas, provocó las protestas del gobierno británico y buena parte de la comunidad internacional. Pero la sentencia finalmente se cumplió. Desde el Gobierno chino se adujo que la ejecución se correspondía totalmente con la legalidad china.
Casos como el del británico Shaikh en China ocurren con demasiada frecuencia en muchas partes del mundo, pero sólo se les presta atención y se ejerce presión oficial cuando llegan casos particularmente mediáticos, una actitud hipócrita por parte de ciertos países que miran para otro lado en la mayoría de los casos.
En 2007, el sistema penal chino introdujo un cambio importante con respecto a la pena capital. Desde entonces, todos los casos de condenas a muerte precisan de una revisión por parte del Tribunal Supremo de la República Popular China, creando así un sistema de doble apelación para este tipo de sentencias.
Hasta entonces, daba la impresión de que las condenas a muerte en China se establecían con demasiada facilidad por instancias legales de base, sin que existiera ningún tipo de control central. Así, con aquella reforma, el Gobierno Chino buscaba reducir el número de condenas a muerte y limitar el uso de la pena capital a casos de crímenes de extrema gravedad.
Según el Gobierno, en aquel año 2007 en que la reforma entró en vigor se llevaron a cabo un 30 por ciento menos de ejecuciones que en 2006, lo cual supuso ya el inicio de cierto avance.
Al hablar de la pena de muerte, no se trata de establecer si es legal (como argumentó el Gobierno Chino en el caso de Shaikh) o no, sino de determinar si es moral. Provocar intencionadamente la muerte de un criminal, aunque sea en nombre de la justicia y con el Estado como aval, sigue siendo una muerte.
Muchas autoridades justifican el uso de la pena de muerte por considerarlo apropiado para mantener a raya los índices de criminalidad. Pero una cosa no lleva a la otra. La condena a muerte es una solución inmediata, basada en la lógica de ‘muerto el perro, se acabó la rabia’, pero a largo plazo, no tiene ninguna efectividad y no soluciona de raíz la situación. Matar a un criminal hoy no eliminará la posibilidad de que aparezcan otros en el futuro.
Una solución duradera debe basarse en la educación, las políticas sociales y en la mejora de las condiciones de vida de la gente en un entorno en el que los individuos puedan sentirse libres y satisfechos. La educación es la clave y se demuestra por el hecho de que, en muchos casos, los estados con menores índices de criminalidad son aquéllos que cuentan con buen nivel educativo y, además, no reconocen la pena capital.
Es más que conocido el caso de Estados Unidos, uno de los países del mundo que con más frecuencia aplica la pena capital, sin que ello suponga reducción alguna en el número de crímenes que se cometen cada año en dicho país. El caso estadounidense es particularmente llamativo y los reproches a las autoridades norteamericanas le llegan de todas partes: cómo es posible que un país que se autoconsidera un modelo a seguir siga utilizando tales métodos, sobre todo cuando está demostrada su poca efectividad para la lucha contra el crimen y su aplicación está jalonada de crasos errores jurídicos que han causado la muerte a personas inocentes. Pero ni siquiera el cambio en la Casa Blanca con Obama ha variado esta situación.
El hecho de que países tan distintos como Estados Unidos, China o Irán tengan aún este problema, pone de manifiesto que ésta no es una cuestión de diferencias de mentalidad o de civilización, sino una problemática universal que afecta a lo más esencial de la naturaleza humana.
La ley debería subrayar el valor de la vida, no tratarla como un objeto. La lógica subyacente en la pena de muerte es escalofriante, pues convierte la vida de las personas en una suerte de propiedad que puede ser retirada por ley, como si se tratara de un embargo por impago. El Estado debe dar ejemplo, y si un país utiliza una muerte para ‘hacer justicia’, se está enviando un mensaje erróneo a los ciudadanos. ¿Acaso se pretende demostrar la inmoralidad de un delito precisamente mediante una muerte? ¿No es éste un razonamiento contradictorio?
Esta situación exige un cambio en muchos países del mundo. La ONU debería realizar esfuerzos en este sentido, de una forma clara y con determinación, para llegar a la abolición universal de la pena de muerte. La eliminación de este tipo de condenas en los países donde aún se aplica (sin olvidar las mejoras sociales necesarias en educación o derechos) supondría un acercamiento a las convenciones internacionales y los mostraría como países con sistemas legales más transparentes y con mayores garantías.