En Pekín, como en todas las grandes ciudades, uno puede vivir de muchas formas. Cada mañana, veo a mi vecina salir de su casa, llueva o haga sol, o frío, para ir al baño público que hay al final de la calle. También la veo, cuando al mediodía tengo oportunidad de volver a casa a comer, o por la tarde, en los meses de verano, cocinar con un hornillo en la misma puerta, y calentar agua en una tetera de latón gigante, mientras su marido seca al sol pedazos de carbón desecho que servirán como combustible para la comida de mañana. En el otro extremo de la ciudad, como en todas las demás ciudades, oficinistas apresurados se aprietan en los ascensores atestados que suben al piso quinto, décimo, dieciseisavo, al veinte.
Mientras, con sus calles apacibles y llenas de polvo y sus paisanos sentados a la sombra jugando al ajedrez, el corazón de Pekín es como un pueblo. Es un pueblo que late, lleno de vida, en medio de una ciudad muerta. Y sin embargo, en las calles del ancho Pekín, donde la gente camina demasiado rápido, donde los edificios construidos para albergar a sus millones de ciudadanos son todos monstruosamente iguales y las anchas avenidas no invitan de forma alguna a pasear, la gente no quiere ni oír hablar de vivir en los antiguos barrios de alrededor de la Ciudad Prohibida.
Las incomodidades de vivir en las antiguas casas son manifiestas: en la mayoría no hay baño, entra el polvo por debajo de las puertas, las viejas ventanas de madera no cierran bien, y hay que compartir muchas cosas con los vecinos. Por eso, las antiguas casas de los barrios de hutones están hoy en día ocupadas bien por personas humildes, trabajadores, ancianos, jóvenes con pocos recursos, obreros inmigrantes y dependientas, que han vivido toda su vida allí o se aprovechan de los modestos alquileres de la zona, o bien por misteriosos y acaudalados ciudadanos que disfrutan, bien protegidos por cámaras e incluso guardias de seguridad, de jardines privados cruzados por puentes y riachuelos en el medio de sus amplios y lujosos siheyuan.
(Fotografía de Cristina Cabello)
Y sin embargo, mientras las antiguas casas desaparecen poco a poco ante la presión de los altos bloques de viviendas, algo de la esencia de la ciudad se escapa irremediablemente con ellas. Algo del ritmo propio que toda ciudad tiene y que en Beijing se disipa al compás de músicas ajenas. Porque las ciudades cambian, pero deben conservar siempre algo que las identifique, propio e intransferible, para que sus ciudadanos se reconozcan en sus calles y el extranjero sepa que ha llegado a un lugar que no es como ningún otro lugar. Pekín tiene algo mágico que yo no he encontrado en ningún otro sitio, pero me pregunto si seguirá conservándolo en un futuro cercano.
La modernización de los barrios del este de la ciudad, con sus modernas torres de espejo, con sus embajadas y centros financieros, no resulta por otro lado menos anodina que los viejos edificios de inspiración soviética que aún imperan en otros barrios. Son producto de la misma mentalidad homogeneizadora, en la que prima lo funcional, y donde el placer de lo estético se limita a los paseos dominicales por los parques o a los escasos días de vacaciones en los que la gente viaja a las regiones más subdesarrolladas del país para soslayarse con el encanto de lo viejo. Porque en la gran capital, desde luego, como en nuestras afanosas ciudades occidentales, ya pocos parecen tener tiempo para sentarse a disfrutar una tarde soleada, y lo viejo casi siempre está, sin duda, de más.
Por eso los antiguos barrios del centro de Pekín son tan valiosos. Allí la gente aún tiene tiempo para sentarse a charlar y ver avanzar lentamente la sombra de los muros de piedra sobre las calles libres del ruido y el humo de los coches. Allí uno aún puede quedarse repentinamente quieto, en el corazón de una ciudad de más de 17 millones de habitantes, y escuchar el murmullo de los pájaros y el viento en los árboles en vez de los cláxones de millones de conductores exasperados. Es un fenómeno único en el mundo, y me temo que muchos de los habitantes de esta ciudad, quizá por haberlo visto desde siempre, quizá por considerarlo un signo de la anterior pobreza, no aprecian tanto como deberían.
( Fotografía de Cristina Cabello)
China está iniciando su proceso de modernización, a su manera, y en el proceso cometerá errores como otros países los han cometido antes. Pero quizá sería útil hacerse eco de los cambios de tendencia, de las reflexiones, de las reconsideraciones que países con una historia más larga en lo que respecta al desarrollo urbanístico moderno están planteándose en estos momentos. Los ciudadanos, urbanistas y políticos occidentales comprueban horrorizados las consecuencias que las equivocaciones del pasado nos han dejado como herencia en nuestros días. Nadie quiere saber nada ahora de los gigantescos edificios que afean sin remedio nuestras antes hermosas líneas de costa, y todos se esmeran ahora en conservar cualquier pequeña muestra del pasado para recreo del ciudadano y atracción del turista.
( Fotografía de Cristina Cabello)
A menudo se aduce que la necesidad de resolver el problema de dar cabida a la enorme cantidad de población de la misma es la causa de la paulatina desaparición de los hutones, pero, sin embargo, ciudades como Shanghai o Hong Kong, con mayores densidades de población que la de la capital, han apostado por modelos de desarrollo urbano cuya fórmula permite conservar el legado de la ciudad al mismo tiempo que se atienden las necesidades de sus habitantes. Así, pasearse por la famosa metrópoli oriental significa ir leyendo en las baldosas y en los edificios, como en un libro, los cambios acaecidos a lo largo de su historia, mientras que la antigua colonia inglesa del delta del río de las Perlas es una de las ciudades con más espacios verdes de Asia.
En occidente, la calidad de vida ha dejado de medirse únicamente en términos materiales, y las actividades y tiempo destinados a cubrir las necesidades de ocio o formación de la población han pasado a ocupar un lugar cada vez más importante. Como consecuencia, está cambiando la forma en que las personas conciben el tiempo y también el espacio, y los responsables de urbanismo de las ciudades occidentales han empezado ya a proyectar estos cambios de mentalidad en el trazado y utilización de los espacios urbanos. Así, empezamos a encontrarnos con que las antiguas fábricas se reconvierten en bibliotecas y los deteriorados recintos industriales, hasta hace poco abandonados, son ahora viveros de empresas de tecnología punta.
( Fotografía de Cristina Cabello)
En este contexto, el tema de la Exposición Universal de Shanghai, "una ciudad mejor, una vida mejor," resulta particularmente apropiado para reflexionar sobre cómo plantear el Pekín del futuro, valorar distintos puntos de vista y aprender de las experiencias de otros. En mi opinión, de nada sirve conservar un escaparate de casas de cartón piedra para engatusar a los turistas. Las ciudades deben ser espacios vivos y funcionales diseñados esencialmente para el desarrollo no sólo económico, sino también cultural, social e incluso espiritual de sus ciudadanos. Por ello, para determinar qué tipo de ciudad queremos construir, primero es imprescindible reflexionar sobre qué tipo de ciudadanos aspiramos a tener en el futuro.
La pregunta es, entonces: ¿Se permitirá al corazón de oro de esta ciudad seguir latiendo dentro de unos años, a pesar de todo, o quedará por el contrario sepultado para siempre bajo el pesado hormigón de un progreso mal entendido?
Nuria Cimini