Guy Laurent, un haitiano de 34 años, tiene el rostro endurecido por la pena, está recolectando bolsas de plástico para ayudar a cubrir el cadáver de una joven que acaban de sacar de los escombros de una casa.
"Esto es terrible", dice con la mirada profunda, perdida entre las ruinas. "La gente trata de recupera a sus muertos para poder enterrarlos. Otros que no cuentan con los recursos, los sacan y los colocan en las calles para que la policía o el Estado los entierren".
Puerto Príncipe está sumida en el caos y el desconcierto. En algunas zonas, el aire empieza a oler a cuerpos descompuestos, y la presencia de equipos de rescate es escasa, en parte porque algunas calles están bloqueadas y porque la ayuda extranjera aún se demora en llegar.
En el centro, en la avenida Charmose, frente al derruido Palacio Nacional, se han instalado miles de personas que perdieron sus viviendas. Otras están allí porque temen que una réplica del sismo las sorprenda bajo techo.
Y así la escena se repite a lo largo de toda la ciudad. "¿Qué podemos hacer?" dice Guy Laurent, resignado. "Ahora tenemos que concentrar el esfuerzo en los vivos para que no sea muy tarde también para nosotros".
Dos días después del terremoto, se empiezan a terminar los suministros de comida. Todos los comercios que no están destruidos han cerrado, y muchos haitianos ya tienen dificultades para conseguir alimentos y bebidas. El presidente René Preval ha implorado a las naciones extranjeras que agilicen la asistencia que han prometido enviar.
"Aquí ha muerto mucha gente", dice un mototaxista que se detiene a mirar a un grupo de personas que remueven con las manos los escombros de un edificio destruido. "Mucha gente", repite, girando la cabeza en gesto de incredulidad, ignorando que algunas fuentes oficiales estiman que la cifra de fallecidos supera ya los cien mil.
Con el sistema de comunicaciones fuera de servicio, algunas personas van de casa en casa para asegurarse de que sus familiares y amigos están vivos. A veces solo encuentran las ruinas. Frente a los restos de la Universidad de Puerto Príncipe, algunas personas se abrazan y gritan en llanto. El mismo llanto de desesperación que se escucha a través de las calles de la capital haitiana.
De noche, las únicas luces que se ven son las que provienen de los generadores privados de algunos hoteles y edificios que resistieron al temblor. Todo lo demás es oscuridad. En las gasolineras, largas filas de automóviles agotan las últimas reservas de combustible.
Durante todo el día, las delegaciones diplomáticas han estado evacuando a su personal desde el aeropuerto, que aún se encuentra cerrado para los vuelos comerciales, y que al parecer está siendo gestionado por un contingente de militares estadounidenses. Al mediodía, el desvío de un avión de cooperación chileno hacia República Dominicana creó desconcierto entre los representantes de la embajada de ese país.
En la tarde, asimismo, se reunieron en el aeropuerto el presidente dominicano, Leonel Fernández, y René Preval, quienes hicieron un repaso de la situación que atraviesa Haití. Luego llegó al país el subsecretario español para Iberoamérica, Juan Pablo de Laiglesia, quien estará en el país supervisando los esfuerzos de cooperación de la misión española.
El terremoto de magnitud 7,3 grados en la escala de Ritcher del martes pasado ha devastado a la nación caribeña, la más pobre y vulnerable de América. Con los servicios de salud colapsados y los sistemas eléctricos y de comunicación prácticamente destruidos, los haitianos se enfrentan al desastre más grande de su historia.
"¿Qué vamos a hacer?", vuelve a decir Guy Laurent, "¿Qué vamos a hacer sino luchar para salvar a los que aún estamos vivos?" Fin