Por EUGENIO ANGUIANO, primer y cuarto embajador de México en la República Popular China (1972-1975 y 1982-1987, respectivamente). Actualmente profesor e investigador asociado del Centro de Investigación y Docencia Económicas de su país.
EL 14 de febrero de 1972, un comunicado conjunto suscrito por dos grandes diplomáticos, Alfonso García Robles, canciller mexicano y Nobel de la Paz compartido en 1982, y Huang Hua, ministro de Relaciones Exteriores chino y notable negociador, anunció oficialmente el establecimiento de relaciones diplomáticas entre México y la República Popular China. En agosto de ese mismo año llegué a la “Capital del Norte” (Beijing) con el honor de ser el primer embajador de mi país en la Nueva China, función que desempeñé hasta el 1 de enero de 1976. A principios de los ochenta tuve la inmensa fortuna de regresar al país a ocupar el mismo puesto durante otros cinco años.
La comparación de la vida diplomática y nacional de China en ambos periodos no podría ser más contrastante. En la primera mitad de los setenta comenzaba la apertura política china, basada en relaciones de Estado a Estado y ya no en vínculos ideológicos – relaciones “de pueblo a pueblo” se decía –, como había sido durante los años sesenta, aunque en lo económico seguía vigente la consigna de la autosuficiencia. En los ochenta, en cambio, estaban ya en marcha las reformas económicas y la apertura al exterior. La primera de ambas etapas correspondió a la última fase del largo liderazgo de Mao Zedong, mientras en la segunda el líder indiscutible del país era Deng Xiaoping. En 2012, en ocasión de la celebración de los 40 años de relaciones chino-mexicanas, quiero enfocar mi atención en los últimos y controvertidos años de dirección del “gran timonel”.
Fuera de China se discute frecuentemente la figura de Mao, uno de los revolucionarios y políticos más paradigmáticos del siglo XX, tanto entre especialistas como por quienes no los son, con argumentos extremadamente contrastantes. Hay desde quienes le achacan los mayores crímenes masivos de la historia. Otros, en tanto, lo consideran el gran constructor de la Nueva China, una nación ahora libre de oprobios, de decadencia y de dependencia respecto al exterior. En medio de esos dos extremos hay biografías y trabajos analíticos sobre el famoso hunanés quizá más objetivos. Traigo a colación la célebre respuesta de Zhou Enlai, cuando en 1953, durante una visita a Ginebra, le preguntaron qué pensaba de la Revolución Francesa y dijo que era demasiado pronto para responder. Esto no significa, sin embargo, que debamos esperar 180 años más para tener un veredicto concluyente sobre Mao y la revolución que impulsó, pero este tardará un tiempo más en producirse.
El Partido Comunista de China (PCCh) dio su veredicto en un documento de 1981, intitulado “Resolución sobre algunos problemas en la historia del PCCh (1949-1981)”, en el que se califica el periodo de la revolución cultural como la década perdida para el desarrollo de China y se exponen algunos excesos fomentados por Mao, al tiempo que se destaca el hecho de que, gracias a su visión y liderazgo, el Partido Comunista pudo conquistar el poder y establecer un nuevo Estado chino. Deng pondría el saldo neto de la aportación de su ex jefe de manera simple: Mao estuvo bien un 70 por ciento y errado un 30 por ciento. En cuanto al fallo del pueblo chino, en los últimos años ha habido muestras de que la mayoría considera a Mao como el creador de la China actual.