China puso en funcionamiento el tan esperado tren transtibetano. Ahora, gracias a ese monumento de ingeniería y capacidad humana, viajeros del mundo entero podrán subir al "techo del cielo", hasta ahora visitado por sólo unos pocos afortunados trotamundos.
Con motivo de la inauguración de la colosal obra ferroviaria, el Gobierno chino ha divulgado información suficiente y detallada sobre los aspectos técnicos y los muchos beneficios que ésta traerá a la región autónoma del Tíbet, y a toda China. Por ello, en este número de septiembre, en lugar de ahondar sobre el particular, preferí compartir con mis amables lectores algunos cuentos de caminos de mi odisea por el Tíbet. De esta manera, quiero expresar mi felicitación y admiración al pueblo chino por ese importante logro para su país y el mundo, y por contribuir a la promoción y conservación de la deslumbrante altiplanicie tibetana.
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En el autobús que me llevó desde Lhasa hasta Damxhung, a los pies de las montañas que circundan al lago Namtso, conocí a un joven montañista y fotógrafo canadiense de 19 años, que también se dirigía hacia la impresionante masa de agua salada ubicada a 4.800 m sobre el nivel del mar. Éramos los únicos pasajeros con ese rumbo, así que automáticamente nos convertimos en compañeros de viaje. Al llegar a nuestra última parada, el muchacho canadiense, con bastante experiencia en montañismo, se mostró un tanto preocupado porque de ahí en adelante no había transporte público, y teníamos que viajar por nuestra cuenta. Inicialmente, quisimos contratar los servicios de alguno de los camiones que cruzan las montañas llevando y trayendo materiales y mercancías entre la meseta del Namtso y el mundo exterior. Pero el precio excedía nuestro reducido presupuesto de mochileros, así que lo convencí de echarnos a andar y pedir aventón.
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Al cabo de un buen rato de caminata bajo el sol, mi compañero me preguntó, un tanto inquieto qué haríamos. "Tranquilo", le dije, "entre tus dioses y los míos nos llevan a donde sea". Tal vez sea una casualidad, pero de ahí en adelante no faltaron aventones. Primero, paramos a un profesor chino de secundaria que se dirigía en su jeep a una población cercana, y que hablaba un poquito de inglés.
Nos dejó en una encrucijada solitaria, deseándonos buen viaje, y proseguimos la marcha. Después, se detuvo un camionero que transportaba material de construcción. Su precio inicial era muy elevado, pero tras un arduo regateo ?¡sólo regateando hablo chino fluido!? y considerando que nos encontrábamos en el medio de la nada, aceptó llevarnos por una suma razonable, atrás, con la carga. Tras varios minutos de recorrido, divisé un águila planeando majestuosa en el cielo; tal vez uno de nuestros dioses...
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A medida que ascendíamos por la montaña Nyanchen Tanglha y nos alejábamos de Damxhung, mis ojos se llenaban de imágenes que sólo había visto en libros de viajes y en mi imaginación, y que resultaron ser anuncio de visones aún más sorprendentes. Así fue como, serpenteando entre montañas rocosas, verdes praderas, y caudales cristalinos, llegamos a Lhachen La, punto más alto del camino, a más de 5 mil m de altura, donde mi respiración cesó ante la repentina y subyugante presencia del gran lago Namtso, "Lago del Cielo".
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Hay experiencias en la vida que nos marcan profundamente, y los instantes de contemplación del Namtso en el Tíbet, perdurarán en mí por siempre. Se dice que en las elevaciones montañosas hay una gran concentración de energía vivificante. Aunado a eso, pienso que en la creación universal hay obras concebidas expresamente para asombro y maravilla de nosotros los mortales; para el goce del espíritu, y para recordarnos que somos infinita, pero maravillosamente, pequeños ante la grandeza de la madre naturaleza.
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El alucinante paisaje lacustre del Namtso es una de esas obras divinas. Se me antojó un cuadro, o un tapiz elaborado por el Creador, o también un espejo de dioses terrenos y celestes, que refleja todos los azules y verdes del cielo, el llano y los montes tibetanos. Y un elemento esencial de esa pintura celestial son los nómadas tibetanos. Amos y señores de ese paraíso terrenal, son los auténticos dueños de las majestuosas cumbres nevadas, de la llanura infinita; de las manadas de yaks y del gran Namtso, todo ello su fuente de vida material y espiritual.
Nos bajamos del camión en una aldea a las puertas del valle. Embriagados de tanta belleza, echamos a andar nuevamente. Esta vez nos recogió un vehículo policial en patrullaje de rutina. Los agentes, nos dieron una cordial bienvenida en chino y en inglés, y nos llevaron hasta el lago. Pasamos el resto del día como transportados, mudos de la impresión, absorbiendo cada detalle, cada instante en aquel lugar de ensueño. No me es posible hacerles un retrato hablado para describirles fielmente lo que vi y sentí. Es un lugar místico, simplemente. Por eso, hace cientos de años, monjes budistas cavaron un monasterio en un promontorio rocoso a las orillas del lago, que aún hoy es lugar sagrado de peregrinación.
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Al día siguiente me despedí de mi amigo alpinista, sabiendo que aquella experiencia trascendente nos había hermanado para siempre. Muy temprano, con el sol de la mañana, él se internó en las montañas, y yo salí de la región del Namtso rumbo a Qinghai. El único transporte turístico disponible partía a media mañana, y mi tiempo era muy limitado, así que tuve que ponerme a caminar una vez más. Después de mucho andar, con la sola compañía de mis pensamientos, el campamento era un punto difuso en el paisaje, y yo comenzaba a sentirme algo abrumado por la inmensidad de la llanura ante mí.
En ese momento, me reconfortó el recuerdo de mi amado padre, fallecido dos meses antes, en mi país, Venezuela, y a quien me encomendé para emprender ese viaje a tierras tibetanas. Mi madre y mis hermanos me contaban como él -un espíritu aventurero- hacía suyas cada una mis aventuras aquí en China; siguiendo mis periplos en mapas y libros; acompañándome realmente con su mente y su corazón.
En medio de mis recuerdos, me sobresaltó la súbita aparición de un perro tibetano a mis espaldas. Me asusté y permanecí inmóvil pensando cómo podría yo defenderme en caso de que me atacara. Sabía que en aquellos parajes hay perros salvajes, por lo que mi temor era justificado. Pero, rápidamente percibí que era un animal dócil y amigable. A partir de ahí me acompañó todo el tiempo; compartimos mi comida y le conté como fui a parar tan lejos.
Cuando yo me detenía a descansar, mi nuevo compañero de viaje escudriñaba el horizonte, y de pronto salía disparado a toda velocidad al divisar algún ave, alejándose bastante de nuestro punto de ubicación. Siempre pensaba que no lo vería más, pero al cabo de un tiempo aparecía de nuevo a mi lado. Finalmente, paré un pequeño jeep de carga que se ofreció a llevarme gratuitamente. Mientras agitaba mi mano, despidiéndome de mi amigo canino y del gran lago Namtso sentí que, en efecto, siempre estuve guiado por los dioses y por el alma de mi padre, quien tal vez fue el águila, el sol, la luna, o, incluso, aquel fiel perro tibetano...
(25/08/2005, CIIC-CRI)