En Shanghái los consumidores son cada vez menos receptivos a ofertas y promociones de fin de año y muchos cazadores de rebajas prefieren ir de compras lejos de las luces de neón.

La calle Nanjing W., una de las zonas con más actividad comercial de la ciudad, nos muestra las dos caras de la moneda.

Los lujosos establecimientos de marcas como Louis Vuitton o Gucci desprenden el aroma del lujo y la exclusividad. Pero si uno se fija más detenidamente descubrirá que los callejones secundarios están llenos de pequeñas tiendas de artículos baratos y que las aceras y bocas de metro son invadidas a diario por vendedores sin licencia.

Hay quien desea la desaparición de los vendedores ambulantes, argumentando que proyectan una mala imagen de la ciudad. Pero en un mundo con urbes homogeneizadas, llenas de los mismos McDonald’s, de los mismos rascacielos y del mismo frío e interminable asfalto, hay algo cautivadoramente humano en los vendedores que luchan para ganarse la vida en las calles de la misma manera que lo hicieron sus ancestros durante generaciones.

He hablado con mucha de esta gente que hace negocios sin licencia; el barbero del paso de viandantes, el restaurante familiar encasillado en el rincón, los vendedores de flores o los zapateros de la acera. Los vendedores ambulantes han existido desde siempre. Es verdad que en ocasiones pueden obstruir el paso a los peatones, ensuciar las calles o vender productos de baja calidad. Pero no son pocos los que los ven con buenos ojos, ya que ofrecen productos y servicios a precios asequibles que son de gran ayuda para los residentes ajenos al lujo y la ostentación de las boutiques del centro.