Las ceremonias conmemorativas en Hiroshima y Nagasaki deberían servir como una oportunidad para Japón, no solo para honrar a las víctimas de las bombas atómicas, sino también para reflexionar profundamente sobre su historia militarista.
Desde el pasado jueves, Japón ha celebrado varios eventos destacados para marcar el 70 aniversario de los bombardeos atómicos contra Hiroshima y Nagasaki, los únicos dos ataques nucleares de la historia de la humanidad.
A la ceremonia conmemorativa en Hiroshima el jueves asistieron el alcalde de la ciudad y el primer ministro nipón, Shinzo Abe, ambos pronunciando discursos ante la nutrida audiencia de 55.000 personas presentes, incluyendo supervivientes de los ataques, sus descendientes, activistas por la paz y representantes de unos 100 países y regiones.
Abe también asistió, acompañado por la embajadora de EEUU, Caroline Kennedy, a la ceremonia en Nagasaki el domingo.
Es innegable que los ataques nucleares contra ambas ciudades hace 70 años fueron verdaderas tragedias para toda la humanidad.
Merece la pena simpatizar con los cientos de miles de civiles inocentes que murieron en las explosiones atómicas, o por los efectos de las mismas en los meses y años siguientes.
Sin embargo, considerando lo que ha sido dicho y hecho por el actual premier Abe desde que asumiera su puesto, es necesario prestar especial atención a un contexto escondido en los citados eventos conmemorativos de esta semana.
Mientras continúan evadiendo las responsabilidades de Japón por su pasado bélico, Abe y su gabinete han estado intentando reinventar a su país como víctima de la Segunda Guerra Mundial, y glorificar a sus criminales de guerra, que son honrados en el polémico santuario de Yasukuni.
Mientras debe extenderse la debida simpatía por las vidas inocentes perecidas en Hiroshima y Nagasaki en 1945, también se deben recordar que aquellas vidas no fueron, de ninguna manera, las únicas víctimas de la guerra iniciada por Japón.