Llegó a los juzgados Anders Behring Breivik, el hombre que el pasado 22 de julio acabó con la vida de 77 personas y sembró el terror sobre el edén noruego. Escoltado por dos policías, el asesino confeso irrumpió en la sala y no dudó en alzar el brazo con el puño cerrado para reivindicar lo que considera un crimen político, no la obra de un demente. «Reconozco los hechos, pero no la culpabilidad. Actué en defensa propia», alegó, mientras clavaba su mirada en los familiares de las víctimas, los supervivientes de la masacre y los periodistas presentes, ante los cuales recordó que no reconocía al tribunal.