Por Manuel Pavón Belizón
“Cinco mil años de historia y lo único que la gente puede ver son edificios de acero y cemento”, así expresaba un internauta la paradoja a la que China se está enfrentando hoy y se enfrentará en el futuro: la degradación y destrucción de su enorme patrimonio histórico, acumulado durante siglos.
La frase expresa con mucho acierto la sensación de decepción y pena que uno experimenta al llegar a ciertas ciudades cuyos nombres había oído tantas veces en los libros de historia. En estas ciudades, la grandeza de su pasado ha sido sustituida por la grandeza kitsch de rascacielos cubiertos de cerámica y cristal verde que envejecen rápido y mal.
Obviamente, no es siempre el caso; algunas ciudades antiguas han logrado sobrevivir al desarrollo, como Pingyao (Shanxi) o Lijiang (Yunnan). Tristemente, estos casos son sólo excepciones.
Sobre la crítica situación actual del patrimonio histórico chino ya advirtió en la década de 1950 Liang Sicheng, el arquitecto que más ha contribuido en época reciente a la preservación y estudio de la arquitectura histórica de China. Paradójicamente, su antigua casa en Pekín fue derribada hace poco, a pesar de contar con protección oficial.
El derribo de la casa de Liang en Pekín, la destrucción de los vestigios de las antiguas murallas de Changsha, en Hunán, o la demolición de la antigua casa de Chinag Kai-shek en Chongqing, han sido los más recientes ejemplos de esta tormenta alimentada por intereses económicos y políticos. Son además ejemplos de esa nueva tendencia llamada “demolición por conservación”, una especie de cuadratura del círculo consistente preservar los edificios históricos destruyéndolos para luego reconstruirlos como si fueran nuevos.
Estas nuevas cotas de absurdo han colmado la paciencia de los expertos chinos en esta materia, que durante las actuales sesiones de la CCPPCh de este año están haciendo oír sus voces, clamando contra lo que califican de “falsificación” del patrimonio histórico y contra su uso para fines políticos personales y comerciales. Entre los expertos se encontraba el director del museo de la Ciudad Prohibida de Pekín, Shan Jixiang.
Podrían aducirse también factores culturales más profundos, como la relativa mayor importancia que en China se concede al patrimonio inmaterial sobre el material. Para los chinos, la identidad histórica se articula no tanto a través la arquitectura, los yacimientos arqueológicos ni las antigüedades, sino por elementos no materiales como determinadas costumbres, prácticas e instituciones sociales, además de la lengua, sobre todo escrita (elementos cuya mayor flexibilidad probablemente explique el éxito de la prolongada continuidad de lo que venimos a llamar civilización china).
Es quizá esta tendencia a subrayar lo simbólico por encima de lo material y concreto lo que explicaría la costumbre de derribar edificios antiguos para “reconstruirlos”, a veces incluso en localizaciones totalmente alejadas de la original. La lógica subyacente es que da igual dónde se encuentre un edificio o con qué materiales esté construido; lo que cuenta es aquello que representa.
Aun así, este proceder no da cuenta de un importantísimo factor, que es el valor documental de los vestigios materiales: un edificio no es una mera amalgama de ladrillos, piedra y vigas de madera, sino, sobre todo, una amalgama de datos sobre innumerables aspectos de la vida cotidiana y los grandes eventos de una época y un lugar específicos. Por lo tanto, una vez destruidos, da igual que se reconstruya su apariencia, pues la información concreta que procuraban es irrecuperable, como quien quemara un manuscrito y quisiera sustituirlo por un documento con idéntico texto pero escrito a ordenador.
Ciertamente, a lo largo de la historia el patrimonio dejado por las generaciones anteriores siempre ha sufrido desgaste y daños por parte de las posteriores; lo unívoco de la situación actual es la velocidad a la que este desgaste se está produciendo, así como la pérdida de características propias en la arquitectura en favor de un estilo estandarizado y aséptico que ha homogeneizado las ciudades hasta dejarlas sin alma ni carácter.
La comercialización a la que se referían los miembros expertos de la CCPPCh es otro de los factores más dañinos, en tanto que presenta como revalorización lo que no es más que desvirtuación y manipulación del patrimonio. Numerosos lugares históricos, a veces calles o incluso zonas urbanas enteras, han sido transformados en parques temáticos. Los residentes originarios en algunos de estos lugares han sido desalojados con la excusa de mejorar la conservación para dar paso a tiendas de souvenirs, restaurantes y salas de espectáculos folclóricos. Sin gente que habite los edificios y les infunda vida nueva con su cotidianidad entre los centenarios muros, éstos quedan como una cáscara vacía, alienados.
En otros casos, las infraestructuras turísticas desarrolladas para explotar dichos lugares acaban con su encanto, como en la historia de la gallina de los huevos de oro. Por ejemplo, el famoso Templo Colgante no lejos de Datong, en Shanxi, cuyo masivo aparcamiento para buses turísticos supera por decenas de veces el tamaño del templo mismo y ha deteriorado el valle sobre el que se asomaba el pequeño monasterio y que, probablemente, constituía antiguamente uno de sus encantos añadidos.
Presentados como si se tratara de un parque temático, la gente pierde conexión personal con los vestigios de su historia y pasa a contemplar el patrimonio histórico como si se tratara de algo totalmente desvinculado de sus vidas. Así, se contribuye a reforzar una relación trágica, en vez de dialéctica, entre lo antiguo y lo nuevo. Recuerdo cómo algunos amigos chinos se mostraban sorprendidos cuando les decía que la facultad donde estudié en mi país se halla en un edificio del siglo XVIII, ya que, a su modo de ver, el edificio debía ser “demasiado viejo” y poco apropiado para este uso.
¿Cómo es posible que una nación que habla con tanto orgullo de su historia milenaria muestre tal desidia hacia sus distintas materializaciones? Las crecientes críticas de expertos y ciudadanos chinos demuestran que no se trata de una mera cuestión de diferencias culturales o estéticas, y la falta de recursos económicos ya no es excusa en la China actual. El mismo espíritu que lleva a deplorar la destrucción del antiguo Palacio de Verano por varios ejércitos occidentales en 1860 debería también inspirar una mayor defensa del patrimonio histórico contra las amenazas actuales.
*Las opiniones expresadas en este artículo corresponden a su autor, y no coinciden necesariamente con las de CHINA.ORG.CN.