Por Mauricio Castellanos

El pasado 28 de junio fue un día histórico para la aviación comercial de China. Ese martes, 70 pasajeros volaron de Chengdu, la capital de la provincia meridional de Sichuan, hasta Shanghai, en el sureste del país, a bordo de un ARJ21, fabricado por la Corporación de Aviones Comerciales de China (COMAC, por sus siglas en inglés). Fue la primera vez que un avión hecho en China realizó un vuelo comercial. Una aeronave desarrollada y fabricada a nivel doméstico es un logro del que no muchos países pueden presumir.

Los 120 minutos que tomó la máquina para cubrir los 1.665 kilómetros entre las dos ciudades fueron la culminación de un proceso de poco más de 14 años, golpeado por varios retrasos, pero en el que China, fiel a su tradición, prefirió ir a paso lento pero seguro, tanto, que entre el primer vuelo y el viaje inaugural transcurrieron ocho años.

Lanzarse a competir en un mundo aeronáutico que desde hace décadas ha estado dominado por la estadounidense Boeing y el consorcio europeo Airbus, y con una participación menor, pero no despreciable, de Bombardier, de Canadá, y la brasileña Embraer, requería de visión, y también de confianza en la industria nacional. Por sus costos y los retos tecnológicos que suponía, la apuesta no era para nada pequeña, pero las perspectivas del mercado chino la hacían segura.

De acuerdo con estimativos de la propia Boeing, China necesitará de 6.330 aviones nuevos de aquí a 2034. A precio de hoy, son unos 950.000 millones de dólares. Por eso el gobierno chino ordenó a la Compañía de Aviones Comerciales AVIC I echar a andar el proyecto, con el fin no de desbancar a Boeing o Airbus, un objetivo considerable sólo en el largo plazo, pero sí de fortalecer su propia industria aeronáutica, y a la vez reducir los costos de su aviación civil.