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spanish.china.org.cn | 27. 08. 2015 | Editor: Lety Du [A A A]

Perdido en Pekín y reencontrando la Historia china

Palabras clave: China, Japón, guerra

Por Isidro Estrada

 

Confieso que en mis casi 20 años de vida en Pekín, me he familiarizado con buena parte de su geografía perdiéndome a sabiendas en ella. Motociclista impenitente que soy, me ha bastado colocarme sobre dos ruedas y deslizarme por el asfalto de esta ciudad para ir conociendo cada recoveco. En este empeño me ha sido de gran ayuda el sabio y ya milenario trazado urbano pequinés, que incluye entre sus virtudes el constante recordatorio de los puntos cardinales mediante señales. De tal suerte, el visitante más distraído o novato termina por orientarse tarde o temprano.

Así llegué un buen día, hará unos diez años, al extremo suroeste de la Quinta Circunvalación, o Quinto Anillo de la Ciudad. Empeñado en dar rodeos con la moto, procurando un camino de vuelta hacia el noreste, topé con un vetusto puente de piedra, jalonado de once arcos y pequeños leones mitológicos del mismo material: El Puente de Marco Polo, o Luguqiao (卢沟桥) en chino, en el distrito de Fengtai.

Ya había leído que la segunda invasión japonesa de China se había hecho efectiva desde aquel sitio, en el año 1937. Pero mis nociones de entonces sobre el incidente eran apenas referencias al margen. Nada profundo. En breve, sin embargo, mi incursión motorizada de aquel día de inicios de verano se trocó en epifanía, pues según avanzaba en mi recorrido vi aparecer a pocos metros el Museo de la Guerra de Resistencia del Pueblo Chino contra la Agresión Japonesa. A su lado, imponente en su vetusta dignidad, y mostrándose aún horadada por los obuses nipones de más de ochenta años atrás, se alzaba la ciudadela amurallada de Wanping, símbolo del empeño chino por rechazar la violación de su soberanía.

A mi visita de aquel día, transcurrida entre sobresaltos por lo desconocido y presionado por la falta de tiempo, seguirían varios regresos, que me permitieron entrar en detalles, hurgando puntilloso en los sucesos que hoy se nos revelan como la versión asiática del holocausto. Al poco tiempo me bebí la trepidante investigación de la malograda escritora chino-estadounidense Iris Chang, convertida en libro bajo el título de La violación de Nanking, y visioné con especial fruición cuanto material gráfico y audiovisual quedó a mi alcance sobre aquella guerra, un conflicto que sacó a relucir los peores instintos de los militares japoneses. Todo ello me ha conducido a la interrogante perenne de cómo pudo un país tan culto y avanzado en tantos aspectos propiciar comportamientos tan incivilizados – incluso genocidas- en tierras vecinas. Y más aun: ¿qué hace pensar a sus actuales gobernantes que las víctimas del militarismo nipón de antaño aceptarán sin chistar los anhelos de Tokio de enmendar su actual constitución pacifista en procura – según alienta su poderosa derecha política - de ser un país “normal”?

Japón tuvo su Doctrina Monroe

Para hilvanar con cierta coherencia el desarrollo de las ambiciones japonesas sobre China, que culminaron con la Segunda Guerra Chino-Japonesa (1937-45), es preciso sintetizar el saldo de acontecimientos previos que resultaron determinantes para ese desenlace, como fueron la Primera Guerra Chino-Japonesa (1894-95), la Guerra Ruso-Japonesa (1904-05) y la invasión nipona de Manchuria (1931), la cual tuvo por colofón la instalación en territorio del noreste chino del Estado títere japonés de Manchukuo, donde Tokio ubicó como testaferro gobernante al depuesto último emperador chino, Pu Yi. En cada uno de estos conflictos, Tokio se hizo de importantes concesiones territoriales a merced de China, primero arrebatándolas por la maña o por la fuerza a la decadente dinastía imperial Qing, a la cual obligó asimismo a pagarle millonarias compensaciones por daños de guerra. Posteriormente arrinconó al Gobierno nacionalista de Chiang Kai shek, una vez instaurada la república, obligándolo a ceder cada vez más en términos de tierras, derechos de comercio y posicionamiento geoestratégico.

Como integrante de la Liga de Naciones que era al despuntar la década de los años 30, el Japón Imperial necesitaba justificar – o más bien acomodar- de algún modo su apetito geófago ante los ojos de lo que se consideraba el mundo civilizado de entonces, que en resumen consistía en un conglomerado de potencias declaradamente imperialistas, con Inglaterra, Francia, Alemania, Bélgica, Italia, Holanda y Estados Unidos a la cabeza.

De tal suerte, el estamento militar político-militar nipón esbozó en 1934 la denominada Doctrina Amau, como respaldo ideológico a sus ambiciones en Asia. El nombre de dicha entelequia recibió su apelativo de Amau Eiji, a la sazón vocero de Relaciones Exteriores del Japón Imperial, quien se encargó de proclamar ante las demás potencias de la liga que su país portaba la “misión especial” de mantener la paz y el orden en Asia Oriental. Como parte de este esquema, además, Tokio se opondría a que cualquier potencia extranjera interviniera en China.

En un principio, hubo un consenso entre favorable y conciliatorio de Occidente hacia las demandas japonesas, que en esencia se inspiraban en la Doctrina Monroe, con la cual Estados Unidos se había propuesto mantener a raya a sus competidores europeos por el dominio geopolítico en tierras de las Américas, y gracias a la cual había intervenido militarmente en países como México, Nicaragua, Haití y Cuba. En primer lugar, porque en el ambiente de entre guerras, incluido el que predominaba en la Liga de Naciones, se asumía del modo más natural la repartición de zonas de influencia entre las naciones con mayor empuje económico y militar. Además, la evidente debilidad en varios órdenes de la China nacionalista imposibilitaba de hecho la búsqueda de un equilibrio con su ambicioso y agresivo vecino. A todos los efectos prácticos, la mesa quedaba servida para el desmembramiento a golpes de katana japonesa de la nación china.

Para sorpresa de los estadounidenses, Japón demostró que sus intenciones eran mucho más abarcadoras. Al llamado país del sol naciente no le bastaría con enviar tropas a otras naciones de su región para zanjar conflictos internos a su favor, y luego retirarse, tal como acostumbraba a hacer Washington en Centro América y el Caribe, sino que buscaba ocupar totalmente partes de China y convertirlas en protectorados, cuando no en colonias. Los crímenes perpetrados por el ocupante nipón en la ciudad china de Nanjing, a partir del 13 de diciembre de 1937, resultaron un aldabonazo en la conciencia pública norteamericana a favor de la causa china. Pero se necesitarían aún cuatro años para que, el 7 de diciembre de 1941, el sorpresivo ataque japonés a Pearl Harbor, convenciera de una vez al Gobierno y sociedad de EE.UU. de que el afán japonés por imponerse a sangre y fuego rebasaría su propia zona geográfica para instalarse como amenaza global pura y dura.

En 2014, Washington hizo finalmente formal y pública denuncia y renuncia a la Doctrina Monroe, por boca de su actual secretario de Estado, John Kerry, ante el plenario de la Organización de Estados Americanos (OEA). Se trató en esencia de una tardía pero bienvenida mea culpa por sus tropelías y desplantes del pasado en América Latina y el Caribe. Tomando en cuenta las actuales relaciones estratégicas entre Washington y Tokio, no resultaría ocioso convidar a la primera potencia mundial de esta época a intentar hacer su parte, calmando los arrestos bélicos y revisionistas de su antiguo némesis, hoy devenido socio de primera confianza, de modo que a éste descarte cualquier intento de revivir contra China, o cualquier otro país, el espectro del señor Amau.

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