spanish.china.org.cn | 18. 05. 2020 | Editor:Eva Yu Texto

La rigurosidad científica frente al discurso del odio en tiempos de pandemia

Palabras clave: COVID-19. EE.UU., discurso del odio

 

Foto: Xinhua

Esta fotografía tiene autorización de Xinhua para su uso. No se permite su reproducción sin el permiso correspondiente.



Por Jorge Fernández

 

Sin un enfoque científico el mundo corre el riesgo de construir una realidad posterior a la pandemia que descanse en la mentira y la falsedad.

 

Ojalá que en algún momento de un futuro cercano tengamos tiempo de repensar las incoherencias que hoy surgen para explicar esta realidad de hoy, marcada por el nuevo coronavirus. Que si los chinos comen murciélagos, que si los chinos fabrican virus, que si los chinos ocultan información, que si los chinos roban datos sobre vacunas, y así, sucesivamente, hasta el hastío o hasta convencer a un desafortunado lector de que China es la culpable de todos sus males. El presente está saturado de aseveraciones infundadas que, al llegar en caudales a personas azotados por la pandemia, despiertan los más perversos y maliciosos rencores.

 

La realidad superó ya desde hace algún tiempo a la fantasía, y en este mundo incongruente, atestiguamos con horror como la ilógica se coloca por encima de la objetividad científica. Casi a diario podemos leer las conclusiones de prestigiosos científicos que hablan parsimoniosamente de los resultados de sus estudios sobre el coronavirus. Ellos han traído a nuestra atención el desarrollo y la propagación por el mundo de este peculiar patógeno, desmintiendo en automático una sarta de barbaridades achacadas a Beijing y a los chinos. La divulgación de sus trabajos, tristemente, se asemeja a aquel que le grita a un teléfono averiado. Los ánimos de muchas personas lastimadas ya están caldeados y no hay forma de hacerles entrar en razón.

 

Entre estos trabajos saltan a la vista aquellos que identifican que la fecha de propagación del nuevo coronavirus en Europa y América ocurrió mucho tiempo antes del registro oficial, en noviembre o diciembre del año pasado, y que los contagios se dieron de portadores ajenos a Wuhan. La profundización de esta línea de investigación, al igual que otras más, podría ofrecer un marco de conocimiento más amplio para entender a este enemigo invisible, y de paso, acrecentar el criterio de los hasta ahora empecinados acusadores que buscan responsabilizar a China por los estragos de un fenómeno natural. Sin importar que los contagios en Europa tengan o no relación con Wuhan, no hace falta un reporte científico para demostrar que muchos países buscan hacer de China un chivo expiatorio para ocultar su propia negligencia.

 

Las primeras conclusiones científicas no solo están desmintiendo arrebatadas historias sobre el surgimiento del coronavirus, sino que también nos advierten con estridentes alarmas que la realidad que ahora el mundo está construyendo para la postpandemia descansa en la impulsividad, la mentira y la impetuosidad. Muchos países en Occidente han fracasado en la ejecución de acciones basadas en métodos científicos, llámese gobernanza o gestión de crisis, y ahora, ocultos tras una mampara de imputaciones contra China, pretenden darse baños de pureza. Vivimos una paradoja en medio de la tragedia: las energías se están orientando para responsabilizar a terceros por un fenómeno natural cuyo corolario lógico debería ser unir y no separar.

 

Si algo dejó la COVID-19 al desnudo es que la comunidad de naciones se enfrenta a incontables obstáculos para trabajar conjuntamente por el bienestar de la humanidad. Occidente, o mejor dicho, Estados Unidos, ha hecho caso omiso de su otrora liderazgo para unir al mundo en un frente unido que permita liberar a la humanidad de esta pandemia. Contrario a toda expectativa, la dinámica política de Washington ha sido victimizarse ante la devastación, y al mismo tiempo, construir en el imaginario social la figura de un enemigo todopoderoso con recursos inconmensurables que tiene como único propósito el infligirle daños. Los acusadores se asumen jueces de un proceso en el que también son fiscales y, además, se encargan por gracia divina de definir qué es delito y cuándo se incurre en él. Por encima de todo esto, ¿no debería Estados Unidos trabajar hombro a hombro con el mundo para conocer a fondo al virus y acabar con la pandemia?

 

La comunidad científica se ha dado a la tarea, desde sus limitadas y aisladas trincheras, de generar conocimiento objetivo en torno al origen del SARS-CoV-2. Las conclusiones de las investigaciones terminan enterradas por la acelerada difusión del sensacionalismo, y esto, a la postre, obstaculiza el desarrollo de un pensamiento social que cambie positivamente el comportamiento que actualmente asumen los Estados. El origen del nuevo coronavirus, o mejor dicho, el agente portador que medió entre murciélagos y humanos, sigue siendo un misterio. Otra cosa sería que las energías enfocadas en inventar fascinantes teorías de la conspiración se ocuparan en estimular, fortalecer y elevar la voz de los científicos de todo el mundo.

 

El discurso del odio tiene por increíble que parezca una mayor capacidad de propagación, más rápido que el de la verdad, quizás por la propensión que hay en el mundo de hoy a culpar al otro, antes que aceptar la cientificidad de las cosas. Al igual que la pandemia, la acusación infundada y la animosidad que hay en la retórica política rebasa fronteras, arrasando con todo cuanto esté a su paso. Grupos radicales y de ultraderecha encuentran en el atractivo mundo de la conspiración un lenguaje que los empodera a impulsar agendas que en el pasado difícilmente podían ver la luz. La pandemia está sacando lo peor de algunos, aunque no por ello todo está perdido en la construcción de un mejor mañana.

 

La soberbia con la que Estados Unidos se comporta ante la pandemia de COVID-19, amplificada con el sabotaje lanzado contra las instituciones internacionales, puede con denodados esfuerzos e imaginación orientarse hacia la edificación de un sistema internacional superior al que ahora tenemos. Ese vacío de poder que Washington está dejando bien puede llenarse con valores morales, de equidad y de justicia que fortalezcan y amplíen, a su vez, una visión colectiva orientada a la construcción de una comunidad de futuro compartido para la humanidad. Estamos en un momento histórico en el que ideales por la materialización de un mundo bello y mejor para todos se están enfrentando a los viciados usos y costumbres del sistema internacional actual. En medio de esto, el método científico debe prevalecer sobre todas las cosas.

 

   Google+