Por Xulio Ríos
Director, Observatorio de la Política China
Esta semana, el presidente chino Xi Jinping realizará su primera visita de Estado a EEUU. La esperada cumbre con el presidente Obama será su quinto encuentro bilateral en poco más de dos años, y sobre él planeará, como ocurrió en las anteriores ocasiones, la delicada cuestión del signo global de sus relaciones. En los últimos años, a modo de un puzle celeste, ambos países se han dotado de una compleja arquitectura de diálogo, mejorando la fluidez de su comunicación en numerosos campos, hoy a años luz de tiempos precedentes. Esto ha contribuido a aliviar la gestión de una agenda que crece día a día en contenidos; sin embargo, no se ha aclarado del todo quién es qué en dicho firmamento.
Resulta evidente que no puede haber dos soles en el cielo. China bien lo sabe por experiencia propia. Así podría resumirse su conflicto con la URSS en los años sesenta del siglo pasado. Hoy abjura, por activa y por pasiva, aludiendo tanto a su trayectoria histórica como a su amplia problemática interna, de cualquier vocación mesiánica o hegemónica. No es ese el caso de EEUU, comprometido con un proyecto global de expansión a todos los niveles que encuentra en China un gigantesco asteroide difícil de atraer, redirigir y también de contornar. Y es que si bien esta China está lejos de manifestar una vocación como la de antaño la URSS, no admite ni admitirá más limitaciones de su soberanía que las libremente consentidas. China no quiere ser otro Sol que compita con EEUU a la hora de iluminar el mundo, pero sí ansía hacer valer su autonomía civilizatoria. La luna china tiene y quiere luz propia.
El declive del poder estadounidense y las dificultades que atraviesa su liderazgo obedecen a causas muy diversas y no pueden atribuirse en exclusiva, ni siquiera en gran parte, a la emergencia de China. Pero la tentación de señalarla como el gran chivo expiatorio no es menor. Los cambios en la estructura geopolítica, tanto en Asia como en el mundo, son inevitables en función de las transformaciones que el orden global ha venido experimentando en las últimas décadas. Esto genera inevitables tensiones, y China es uno de los protagonistas indiscutibles en la medida en que su esfera de intereses se ha ido agrandando afectando a los de terceros. Sus problemas, tanto internos como externos -pensemos en los litigios en los mares de China- no son tampoco debidos en exclusiva al hipotético intervencionismo estadounidense.
Los desafíos estratégicos de ambos países son enormes. Muchos han defendido en los últimos años que la mejora económica de China traería inevitablemente consigo la liberalización política y el ensanchamiento de las esferas de entendimiento con los países de Occidente. Pero esta ecuación ni funciona ni funcionará matemáticamente. China puede liberalizar su economía y, al mismo tiempo, preservar su sistema político hasta el punto de considerarlo la garantía máxima de una soberanía que le garantiza la culminación de su proyecto histórico de restablecimiento de aquella dignidad nacional vapuleada por las potencias occidentales hace casi dos siglos. Esta constatación lleva a algunos a defender la procedencia de una política más incisiva, esto es, de contención frente a China, lo cual tendría el efecto añadido de alimentar las tensiones y fortalecer su voluntad de blindaje frente al exterior.
Aunque China se confirme como la primera potencia económica del mundo en el próximo lustro -lo cual puede suponer un golpe psicológico importante para EEUU como lo fue para Japón el verse destronado del segundo puesto- le queda aún un largo trecho por recorrer para que esa condición absoluta impregne significativamente a una colectividad tan populosa. En ese recorrido, será la propia sociedad china la que señale las singularidades de su futuro.
Está claro que China y EEUU, como la Luna y el Sol de nuestro firmamento geopolítico global, no son potencias antagónicas aunque no coincidan a pies juntillas en muchos aspectos de la agenda internacional. Sus intereses fundamentales pueden ser complementarios siempre y cuando mutuamente reconozcan y acepten su diferenciada idiosincrasia. Entretanto, controlar los riesgos y las fricciones es un imperativo obligado para ambos líderes.