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spanish.china.org.cn | 06. 03. 2014 | Editor: Sofía Hu | [A A A] |
Por Xulio Ríos
El mensaje central que el primer ministro chino Li Keqiang ha transmitido en la sesión inaugural de la Asamblea Popular Nacional puede resumirse en que China tiene dificultades pero no está en crisis. Frente a quienes vaticinan aterrizajes duros y desaceleraciones preocupantes, se reconocen dificultades pero difícilmente se puede hablar de crisis ante las expectativas cifradas para este año: 7,5% de crecimiento, 3,5% de inflación, desempleo inferior al 4,6%, creación de más de diez millones de empleos, 7,5% de crecimiento del comercio exterior, déficit fiscal del 2,1%.... Y todo esto reforzado con una reserva de divisas de casi cuatro billones de dólares.
No son estos los datos de una economía en crisis o que afronte problemas similares a los de otras economías emergentes. Y si la hubiera, sería una crisis positiva y hasta necesaria porque sugiere el horizonte de un reequilibrio estructural global que invierte la obsesión por los dobles dígitos del crecimiento en exigencia de una mayor calidad. Ya en 2013, el sector servicios se convirtió en el más grande de la economía china, superando a la suma del manufacturero y la construcción, por ejemplo. El fomento del consumo, eje irrenunciable, se verá reforzado con el impulso a la integración urbano-rural, esos dos mundos internos separados por una muralla cuyas grietas se visibilizan cada día con mayor nitidez. La urbanización (centrada en las personas, dijo) es motor reconocido de la nueva economía china como también la innovación (2% del PIB en este concepto). Todo ello forma parte, con la mejora de la transparencia, de las prioridades de la acción de gobierno para 2014.
No nos hallamos pues ante los estertores que anuncian el final de la histórica espiral de crecimiento de las últimas décadas sino ante ese cambio de modelo del que se viene hablando en los últimos años y que ha estado muy presente también en el discurso de Li Keqiang al señalar los grandes retos y desafíos inmediatos: la sobrecapacidad de producción en algunos sectores, la regularización del sector financiero y bancario, la internacionalización del yuan, el agujero presupuestario de los gobiernos locales, la contaminación, el impulso a la modernización agrícola, la seguridad alimentaria, la corrupción, el fomento de la participación privada y de una economía mixta, etc.
Especial relevancia concedió a la “revolución interna” del propio gobierno, vaticinando no solo nuevas medidas de acomodo estructural sino sobre todo un cambio de cultura que tiene que ver con la mejora general de la gobernanza a través de dos ejes principales. De una parte, el respeto a la ley, erigida en referencia de toda acción pública. De otra, el fortalecimiento de una red de sujetos que incluyen tanto a gobiernos como agentes sociales y una reforma competencial para garantizar tanto la capacidad ejecutiva y su eficiencia como la moralización de su forma de actuar. Estos factores deben contribuir a la mejora de la credibilidad social y también de la integridad de los servidores públicos.
La clave del momento, pues, sigue siendo el desarrollo y la exigencia mayor, destrabar los obstáculos que lo condicionan, especialmente a través de la profundización de la reforma, la consigna de toda esta década y que marcará el devenir de China en los próximos años.