Udai Faisal tenía sólo cinco meses, pero no eran su mirada ni su gesto los de un bebé de cinco meses que busca la seguridad de su madre. Más bien reflejaban miedo, angustia y desesperación a tan tierna edad. Hablamos de él en pasado porque su vida no duró mucho. Tuvo la desgracia de nacer en uno de los peores lugares del mundo para ser un niño, Yemen, y, sin ningún merecimiento por su parte, acabó pagándolo con su vida. Nadie a parte de sus padres lloró su muerte, ni fue portada de prensa, ni hubo campañas para salvarlo.
Yemen es un país que arrastra una cruel guerra que afecta sobre todo a los más pequeños, convirtiendo a este país árabe en un cementerio en el que vivir o morir depende del dinero y la suerte. Los padres de Udai no tenían ni una cosa ni la otra.
320.000 niños están en riesgo de desnutrición aguda y se estima que 1 millón sufren desnutrición moderada, es decir, son capaces de alimentarse, pero no en la forma y cantidad que necesitarían sus organismos. Además, tras un año de conflicto armado, el sistema sanitario yemení ha colapsado y no puede cubrir las necesidades de una población superada por los acontecimientos.
Con las protestas por la subida del precio de la gasolina como telón de fondo en 2014, los rebeldes houthis, que apoyaban al depuesto presidente Saleh en 2012, lograron hacerse con el control de la capital Saná y deponer el Gobierno del presidente Hadi, que logró huir a Aden. Desde entonces una coalición de países, liderada por Arabia Saudí, se enfrenta a los rebeldes para intentar devolver el poder a Hadi.
|