Aquellos expertos en diplomacia que conocen el peso de las relaciones entre China y Estados Unidos tendrán la mirada y el pensamiento puestos, con expectación y también con recelo, en la reunión el lunes de los electores de todos los estados estadounidenses para elegir formalmente como presidente a Donald Trump.
Sus sensaciones mixtas han quedado ya, y con razón de manifiesto. En las últimas semanas, el presidente electo ha provocado varias situaciones chocantes que han generado dudas sobre su capacidad y deseo de convertir las relaciones entre China y EEUU en un pilar constructivo de su agenda.
Si se toman literalmente los comentarios de Trump en su cuenta de Twitter, parece que el multimillonario pretende tratar las relaciones bilaterales desde una perspectiva meramente mercantil.
No se ha refrenado a la hora de mostrar sus intenciones de tomar la política de una China como una moneda de cambio, culpar al renminbi (RMB) del creciente déficit estadounidense y acusar a Beijing de robar un dron submarino que servía a la perenne y estrecha vigilancia a la que su país somete a China en el mar Meridional de China.
Pero los tratos requieren que las dos partes muestren respeto por las cuestiones fundamentales para el otro y prudencia para no pasar por encima de ellas.
Beijing ha informado a todas las administraciones estadounidenses de cuál es su línea roja (innegociable como siempre): la integridad de su soberanía, ya sea en el caso de Taiwan ya sea en el de las islas del mar Meridional de China.
Por no mencionar que la diplomacia, mucho más seria y complicada que hacer negocios, merece más discreción y cálculo. Después de todo, con lo que la administración de Trump va a tratar es con la segunda mayor economía del mundo y, además, con su mayor socio comercial.
Más tarde o más temprano, el magnate inmobiliario será consciente, como lo fueron sus predecesores, de la relevancia estratégica de una política hacia China amistosa o, al menos, constructiva, y pasará a entablar una cooperación pragmática con Beijing, en lugar de caer en la provocación indeseada, aunque las disputas sean casi inevitables para unas economías con intereses tan entrelazados como la china y la estadounidense.
Más digno de atención es el hecho de que la cooperación es la única elección para China y Estados Unidos. Sería una adversidad demasiado costosa para todos los seres humanos que los dos países, cuyos intereses e influencia son incomparables, se inclinasen por afrontar sus diferencias con recelos y enemistad en primer lugar.
Cuando la hora del traspaso del poder presidencial se acerca, es imperativo que la administración saliente y el próximo ocupante de la Casa Blanca ponderen la importancia de la cooperación sino-estadounidense para los intereses globales de EEUU y tomen decisiones basadas en juicios sensatos.
Depende de Trump hacer de la política hacia China un valor y no un lastre para su administración. Pero, en primera instancia, se prevé que se atenga a su promesa, realizada cuando recibió la llamada de felicitación del presidente chino, Xi Jinping, de fortalecer la cooperación entre ambas naciones para obtener resultados mutuamente beneficiosos.
Ello exige que intente ponerse en la piel del otro y entable una comunicación sin tensiones con China.